Características generales
El interés y la gracia ambiental de la Villa de Leyva residen en su condición de ejemplo sobresaliente del tono menor y discreto del período colonial en la Nueva Granada. Poco sería construido allí durante los tres siglos de la dominación hispánica, por lo que cabría decir que los alarifes y albañiles españoles y criollos ya no podrían hacer menos para lograr más., No llegaron al centenar las edificaciones coloniales en el lugar y apenas una fracción del trazado y repartición de solares prevista se llevaría a cabo. La tranquila y modesta belleza de la Villa de Andrés Díaz Venero de Leyva, sin embargo, le permitiría trascender su propio tiempo histórico, llevándola de un siglo a otro. En ello estaría presente el vigor espiritual de sus fundadores y habitantes.
Habría de por medio un pasado paleontológico del valle donde se localizaría la población, puesto que se trata de una de las zonas fosilíceas más ricas del país, en la cual una insólita abundancia de especies acuáticas indica que se trató en algún período remoto del fondo de un lago o mar interior. Y también habría un pasado precolombino del cual quedó, en el lugar del “Infiernillo”, próximo a la actual población, una alineación de grandes columnas monolíticas, en apariencia orientadas astronómicamente. Ésta conservó su impresionante aspecto hasta el final del siglo XIX pero hoy ha desaparecido casi por entero. También existen en el valle y las montañas adyacentes grandes yacimientos de mármoles, piedra de talla y yeso, pero esto interesó poco a los primeros conquistadores españoles, puesto que no hallaron allí minerales preciosos.
El primer Presidente de la Real Audiencia de Santa Fe en el Nuevo Reino de Granada, don Andrés Díaz Venero de Leyva, oriundo de la provincia de Valladolid, (España), ordenó fundar la población que lleva su nombre en 1572, cuando apenas 1e restaban dos años de su mandato como gobernante. Venero de Leyva fue un destacado personaje de las primeras épocas del período colonial en lo que hoy es el territorio colombiano. Son bien conocidas sus iniciativas en el sentido de impulsar el desarrollo de las comunidades indígenas y proteger los derechos de los “naturales”, enfrentándose para ello con terratenientes y encomenderos y tratando de limitar los desmanes, injusticias y desorden de la administración colonial. Pero su lugar en la historia del Nuevo Reino de Granada se debe ante todo a la singular iniciativa poblacional y urbanística que dio origen al pueblo boyacense que hoy ostenta aún el antiguo rango de “Villa” de Leyva (“Villa” era la categoría colonial inmediatamente inferior a la de “ciudad”)
La historia urbana regional de Boyacá es singular en el contexto de la vasta provincia española de ultramar que recibió el nombre andaluz de la Nueva Granada. En ella, al decir del geógrafo Real Juan López de Velasco, en 1570-73, los conquistadores ibéricos hallaron más de ciento catorce pueblos de indios (muiscas o moscas) establecidos en las altas mesetas andinas a favor de la abundancia de corrientes de agua, buenas tierras de labranza y clima benigno. La colonización en Boyacá consistió mayoritariamente en apoderarse de esos lugares y de sus habitantes - ahí estaba la mano de obra indígena indispensable para la explotación del territorio conquistado - tomándolos como campamentos o refugios temporales, para luego trazar calles a la manera europea y sustituir bohíos y cercados por edificaciones más duraderas en adobe y bahareque primero y ladrillo, calicanto y teja más tarde. ¿Para qué fundar pueblos nuevos, “de españoles” si sobraban los existentes en la región? De ahí la insólita proliferación de pueblos y ciudades acumulados en Boyacá, con toponimia muisca y trazados andaluces o castellanos, tales como Sogamoso, Tuta, Cuítiva, Sotaquirá, Paipa, Socha, Sátiva, Mongüí y docenas mas.
Don Andrés Díaz Venero de Leyva quiso dar ejemplo de cómo se debía proceder para dar cumplimiento cabal a las disposiciones reales para poblar, situando su nueva fundación en un lugar donde no hubiera pueblos de indios a los cuales se “molestara” o se les despojara de tierras y bohíos. Para ello escogió con notable acierto un paraje deshabitado, aunque a corta distancia de los cacicazgos indígenas de Sáchica y Monquirá, en un hermoso y apacible valle distante unas cuatro leguas (27 Km. aprox.) de la cabecera de provincia en Tunja. Las fundaciones nuevas en lugares deshabitados en Boyacá fueron muy escasas durante todo el período colonial, y de ahí el carácter excepcional de la Villa de Leyva.
Venero de Leyva dio una merecida y espléndida lección de buen urbanismo a los fundadores de Tunja, al escoger para su población un paraje de suave clima, exento de la ventisca y del helado páramo de aquella. Y, cosa aún más vital, con abundancia de corrientes de buena agua, dulce y termal. Desde su fundación y hasta terminar el siglo XX ha sido famosa la carencia de agua en Tunja. El líquido sin el cual no es posible la vida urbana debía ser traído a lomos de mula desde grandes distancias. Lo que Venero de Leyva creó, quizá deliberadamente, fue el primer lugar de reposo y esparcimiento en la geografía neogranadina. Sin duda, y como muchos otros colonizadores hispánicos, procedió por analogía paisajística o de lugares, dejando que sus recuerdos y evocaciones lo guiaran por tierras boyacenses. Estas eran pródigas en comarcas que inevitablemente habrían de traer a la memoria de los colonizadores las tierras que dejaron atrás en España. Las analogías y semejanzas paisajísticas y geográficas entre los varios territorios boyacenses y sus equivalentes andaluces, extremeños, castellanos o manchegos son asombrosas. La región montañosa de Guadalupe, entre Toledo y Cáceres es poco menos que idéntica a la que une a Boyacá y Cundinamarca. La Villa de Leyva y la de Medina-Sidonia, en el sur de Andalucía, ofrecen localizaciones tan similares entre sí que cabría pensar en la elección de ese lugar inspirada por el recuerdo de la segunda, por parte del fundador de la primera. El valle de Pesca e Iza, en Boyacá, y las proximidades de Córdoba y Medina-az-Zahara, en Andalucía, no pueden ser ambientalmente más similares entre sí. Y así, ad infinitum….
El sentido de lugar del fundador hispánico de pueblos y ciudades es quizá su virtud más sobresaliente. Entendido esto como un diálogo intangible pero no imperceptible entre los rasgos físicos del espacio natural y los del conjunto urbano, aunque ciertamente no sea suficiente la imposición de una presencia artificial en el sitio. Es necesario, además, que la población, una vez consolidada allí y no en otra parte, parezca haber estado desde siempre allí y ya no sea posible desligarla del paisaje circundante o pensar en la una sin lo otro. Venero de Leyva dispuso su población a corta distancia de los cerros que limitaban el valle escogido por su costado oriental, es decir, lo expuso al sol de mediodía y de la tarde, en medio de las varias corrientes de agua que surcaban el paraje para que ésta siempre estuviera presente en las vidas de los pobladores. Y ya no sería posible observar o pensar en el lugar sin la presencia de los tejados y las espadañas de la población. Hasta la reciente expansión “moderna” del conjunto urbano, el ajuste entre el paisaje circundante y la población fue perfecto.
El ímpetu fundador de pueblos y ciudades del imperio español careció en su inicio de un respaldo teórico y técnico. Al ser promulgadas por fin, en versión definitiva las que se conocieron como las “Leyes de Indias”, es decir, las normas para fundar trazar y poblar núcleos urbanos, la mayoría de las ciudades y pueblos de la Nueva Granada ya estaban establecidos hacía mucho tiempo. La Villa de Venero de Leyva fue fundada apenas dos años después de promulgada en El Escorial, por el Rey Felipe II, la versión definitiva de las “Ordenanzas de Descubrimiento, Nueva Población y Pacificación de las Indias”. Vale decir, el texto oficial de lo que ya era vieja tradición en el Nuevo Reino de Granada, vino a existir cuando el proceso fundacional allí estaba consumado en un 90%. la legislación colonial española anduvo siempre a la zaga de su propia historia.
El Presidente Venero de Leyva no se privó de algunos notables esguinces, tan comunes en la administración colonial, a los mandatos y normas reales, pero éstos obraron en favor de su Villa. Permitió o quiso que la plaza mayor de la población fuera enorme con respecto al tamaño de ésta y al número de habitantes, contrariando así las disposiciones oficiales. Y probablemente participó con fruición de los primeros años de existencia del único olivar de época colonial que sobrevivió desde entonces hasta el presente en el territorio de la Nueva Granada, a menos de media legua de la plaza mayor de la población. Violando la explícita prohibición real de cultivar olivos en el Nuevo Mundo, promulgada por temor a que la feracidad de las tierras americanas arrumara la precaria economía de las provincias del sur de España, basada en la producción de aceite de oliva, algunos arbolitos sobrevivieron al extraordinario y azaroso viaje desde la provincia de Jaén, en Andalucía, a través del Mar Océano hasta las mesetas andinas. El Presidente de la Real Audiencia y los visitadores de la Corona hicieron la “vista gorda”, y así, el olivar de la Villa de Leyva, próximo al lugar conocido como “El Infiernillo” existe aún, y los olivos descendientes lejanos de las semillas de aquellos que llegaron escondidos en la sentina de algún galeón y en las alforjas de ciertas mulas de contrabandistas, continúan produciendo su mágico aceite. Lo que no habría en toda la Nueva Granada serían paisajes, como escribió Antonio Machado, “de loma en loma rayados, de olivar en olivar.”.
Aplicando una lúcida lógica geométrica y matemática, una malla vial rectilínea definía manzanas más o menos cuadradas cuya subdivisión y repartimiento en partes iguales era tan fácil como tradicional. Esa usanza ordenatoria, cuyo origen se remontaba a los trazados abstractos de los campamentos romanos que habían dado origen a muchas ciudades y pueblos ibéricos, combinaba la claridad geométrica octogonal de una trama susceptible de ser aplicada en cualquier lugar con las realidades topográficas de cada uno de los sitios donde se llevaran a cabo las fundaciones. Estas últimas darían carácter propio a cada pueblo. En Villa de Leyva los cursos de agua interrumpieron y limitaron la geometría de calles y manzanas, dándole a unas y otras la gracia de las desviaciones y los recodos. Algún error de agrimensura le dic un singular carácter a la “traza” de la villa, pues ésta creció a partir de su plaza mayor sin esquinas en ángulo recto. Tan delicioso desliz geométrico permaneció oculto hasta que alguien midió con precisión la plaza mayor y luego las primeras manzanas del poblado en el siglo XIX. En la Villa del Presidente Leyva las gentes no se apretujaban ni se disputaban pequeños trozos de espacio urbano. Sobraban los solares y los ejidos.
Esto favoreció la creación de sucesivos espacios de uso comunal, plazoletas yuxtapuestas con certero sentido urbano, como otros tantos episodios de vida ciudadana, inevitablemente ligados a los principales hitos urbanos de la población, como lo fueron, igual que cualquier otro pueblo o ciudad colonial, las iglesias y conventos. En toda la Nueva Granada los edificios gubernamentales o institucionales fueron escasos y rara vez diferentes de las casas de mayor tamaño. La preeminencia volumétrica de iglesias y claustros hizo que éstos fuesen prácticamente los únicos hitos urbanos destacados en la silueta del conjunto de pueblos y ciudades. En la limitada existencia cotidiana de la Colonia, la dimensión cultural, espiritual y educacional totalmente dominante eran los ritos y usanzas religiosas. A la Villa de Leyva llegaron prontamente algunas de las órdenes religiosas más emprendedoras, y el conjunto urbano de la población quedó marcado para siempre por su presencia. Las iglesias y claustros importantes de las órdenes religiosas, en Boyacá, se concentraron en Tunja, la capital de la provincia, con la notable excepción del último convento colonial construido en el Nuevo Reino de Granada, el conjunto franciscano de Mongüí. En Villa de Leyva sólo llegaron a existir modestas iglesias de nave única, sin grandes arrestos monumentales. Sólo la iglesia parroquial de Ntra. Sra. del Rosario tuvo dos capillas transversales. Las restantes repitieron los esquemas tradicionales de nave y presbiterio alargados, provistos de armaduras de cubierta en par y nudillo a la manera andaluza. Sólo la iglesia del Carmen fue ampliada y sobreelevada al terminar el siglo XIX. La decoración pictórica y de talla ha desaparecido en gran parte en casi todas las iglesias de la Villa.
Los primeros frailes en llegar; los franciscanos, se establecieron a fines del siglo XVI en algunos ranchos de bahareque, reemplazados en las primeras décadas del XVII por una modesta iglesia y su claustro, ambos construidos en adobe. El modesto patio central de la casa “alta y baja” adyacente, con postes y dinteles de madera, al modo manchego o andaluz, conformó el claustro conventual. Delante del frente occidental de casa y capilla se extendió la más oriental de la sucesión de plazas de la población. Luego de la exclaustración de las órdenes religiosas decretada a mediados del siglo XIX por el gobierno del Gral. Tomás Cipriano de Mosquera, el convento franciscano pasó a ser hospital, y éste funciona aún al lado de la construcción colonial, en algún lamentable edificio oficial “moderno
Poco tiempo después, los Dominicanos, los Carmelitas y los Agustinos llegaron a la Villa de Leyva. Los Padres Predicadores (Dominicos) iniciaron la construcción del convento que luego cedieron a los Carmelitas, para trasladarse a sus tierras campestres a tres leguas de la Villa, donde establecieron su convento del Santo Ecce Horno. Los Agustinos, por su parte, se establecieron a tres cuadras de la plaza principal, y al igual que en el caso de los franciscanos, frente a su iglesia y convento se conformó otra plaza que también terminó por abarcar el área de toda una manzana. La omnipresente Compañía de Jesús no construyó iglesia y colegio en la Villa de Leyva, prefiriendo, como en otros lugares de la región boyacense, adquirir propiedades rurales y localizar sus residencias en casas de hacienda.
La voluntad constructora de las órdenes religiosas creó gran parte de la gracia ambiental y el interés urbanístico y arquitectónico de la Villa de Venero de Leyva, sembrando aquí y allá hitos urbanos y espacios abiertos destinados a marcar los recorridos cotidianos y a condicionar la percepción visual y ambiental de los pobladores, estableciendo además, una relación armónica, hoy perdida, entre el habitante y la forma urbana. Dotando de valores y significados el marco físico de la vida apacible y atenuada del período colonial. Se podría pensar que la Villa de Leyva no llegó nunca a ser gran cosa en lo material, pequeña y semi rural en su cuna andina, pero no se debe olvidar que, precisamente, de eso se trataba. De que no perdiera su carácter mediante un crecimiento excesivo, que su ambiente no se viera desequilibrado por multitudes que invadieran casas y calles. Que la Villa de Venero de Leyva no alcanzara nunca el rango de ciudad no es un fracaso sino su más clara virtud. Estaba bien, hasta hace muy poco, que sus calles se perdieran gradualmente en la campiña circundante, tomándose en caminos campestres encantadores. Fue magnífico que no se pudiese definir netamente dónde comenzaba el campo en torno a la Villa. Pero ahí estaba, el crecimiento urbano, el progreso, el turismo, agazapados a la espera de las últimas cuatro décadas del siglo XX.
Las tres plazas yuxtapuestas en el centro de la población, en orden de oriente a occidente, la de Nariño, la Plaza Mayor y la del Carmen tienen orígenes diversos La Plaza Mayor es obviamente producto de la primera voluntad fundacional, pero la llamada hoy “de Nariño” (toponimia “republicana” del siglo XIX) es un espacio accesorio aparentemente destinado en las últimas décadas de la Colonia al mercado público semanal. En el siglo XIX el ánimo independentista del joven país colombiano superpuso toda una toponimia de héroes, próceres y mártires criollos a los lugares cuyos nombres o apodos databan de la Colonia. Antonio Nariño, en particular, halló en Villa de Leyva un lugar donde tener una muerte apacible. De ahí el nombre del antiguo espacio público colonial.
La Plaza Mayor, de unas 124 varas castellanas por lado, parece desmesurada para la población, pero su amplitud y la escasa altura de las edificaciones en su perímetro, permite al paisaje circundante formar parte del espacio urbano. En su centro existe aún la fuente pública a la cual algún alcalde diligente trajo el agua desde uno de los riachuelos vecinos. En torno a ésta, existieron algunos árboles hasta la década de los sesenta en pleno siglo XX, así como un somero empedrado en torno al brocal. Hoy, los árboles han desaparecido y toda la plaza fue empedrada en 1968-69, con el objetivo de evitar la polvareda en clima seco y el vasto lodazal en tiempos de lluvia. Como lo manda la tradición, la iglesia principal, bajo la advocación de Nuestra Señora del Rosario, preside la plaza en el eje de su costado oriental, con su aire del extremo sur de Andalucía y su torre cautelosamente baja. Cabe notar que el frente de la iglesia se destacaba más airosamente hasta 1939-41, cuando las construcciones de sus costados fueron sobreelevadas mediante pisos altos.
Yuxtapuesta por el noroccidente a la Plaza Mayor está la del Carmen, completando la secuencia de espacios públicos iniciada en la de Nariño. Delimitada por el costado de la iglesia y el frente oriental del convento. Las bellas proporciones de este espacio están complementadas por un insólito “esquinazo” o recodo producido por la interrupción de la calle del Carmen por la fachada principal de la iglesia del mismo nombre. El recodo separa e1 seminario masculino del Carmen (y el Museo de Arte Colonial que ocupa parte de sus dependencias) de la iglesia. Calle de por medio está el convento femenino de la misma orden, en el cual se observa aún la clausura total de las monjas.
A corta distancia de la Plaza Mayor se halla la plaza de San Agustín, sobre cuyo costado se sitúa la iglesia de la misma orden, la cual es todo lo que queda del conjunto conventual agustino, pues el antiguo convento, expropiado también por el gobierno colombiano durante el siglo XIX, fue gradualmente reemplazado por construcciones más o menos modernas que albergaron establecimientos de enseñanza oficiales. La plaza situada en la prolongación del atrio de la iglesia fue subdividida al comenzar el siglo XX, dedicando su mitad occidental a un par-que conmemorativo de Antonio Ricaurte, héroe de las guerras de independencia, cuya casa natal (hoy Museo) existe en el costado sur de la misma plaza. En las ciudades o pueblos de la Nueva Granada, la administración colonial no requería edificaciones especiales para su funcionamiento.
Cualquier casa “alta y baja” servia para el efecto, especialmente en una población pequeña. En la Villa de Leyva sólo llegó a existir una adaptación de una residencia de dos pisos destinada específicamente a la Real Fábrica de Licores y utilizada a partir del siglo XIX como Alcaldía Municipal. Bastaron algunas someras alteraciones del arquetipo doméstico usual de patio interior para albergar las dependencias de la elaboración de aguardiente oficial. Descontando las absurdas adiciones decorativas sumadas en los años cuarenta a la Real Fábrica, ésta es otra más de las muy escasas casas “alta y baja” en la población.
La moderada arquitectura y humilde construcción de las casas que delimitan las calles de la Villa de Leyva establecieron una, unanimidad que jamás se apartó de las tradiciones venidas de Andalucía o La Mancha. Cosa muy diferente, y de otra órbita cultural es que algunas de ellas puedan hoy tener una relación fortuita con el paso o la existencia en ellas de algún personaje notable en la historia colonial de la Nueva Granada o del país colombiano que tomó su lugar. Esa uniforme y atrayente modestia no fue entendida por quienes intervinieron, ya en el siglo XX, para disfrazar con falsa decoración la austera apariencia de la arquitectura doméstica de la época colonial en la Villa. Fantasmagóricas arquerías, columnas de esquina a la manera extremeña, inverosímiles portadas pseudo-barrocas aparecieron donde jamás las hubo originalmente. No se les perdonó su reticente minimalismo a los constructores de los siglos XVII y XVIII. Don Antonio Nariño jamás se asomó al vistoso balcón de tipo cartagenero en el piso alto de la casa donde pasó sus últimos días por la sencilla razón de que éste fue montado en 1942. La absurda portada en ladrillo en la casa-museo (o almacén de anticuario?) del pintor Luis Alberto Acuña, instalada como una curiosidad en 1975, no podría haber existido jamás en la Villa. La casa “alterna” del célebre poeta y escritor del siglo XVII, Joan de Castellanos, sólo ha recuperado recientemente parte de su apariencia original, muy alterada durante los siglos XIX y XX.
La desafortunada proliferación de rasgos falsos coloniales ha ido opacando con su efecto de maquillaje la autenticidad exterior e interior de las casas de la Villa, a favor de una abundancia insólita de hoteles, restaurantes y locales comerciales destinados a acoger la abundancia de un turismo masivo cuyos efectos son hoy muy discutibles. Son escasos los ejemplos de casas de época colonial que no han perdido su ambiente antiguo o no han sido desfiguradas para semejar lo que nunca fueron. Este debe ser el precio de la celebridad histórica.
Lo anterior conduce a pensar que el mérito y valor patrimonial de la Villa de Leyva radica actualmente en su trazado urbano y sus construcciones de todos los géneros, consideradas y observadas como conjunto, más no aisladamente. No es posible afirmar ya que el entorno de su plaza mayor, por ejemplo, está conformado por edificaciones de época colonial. Aparte de la iglesia parroquial, sólo tres casas, en los costados norte y occidental, conservan su carácter original. Lo restante se puede clasificar sin dificultad como construcción más o menos reciente. Otra cosa es que la volumetría del perímetro de la plaza continúe siendo caritativamente congruente con el espacio de ésta.
La Villa de Leyva no es un episodio aislado, ni en su historia urbana o su geografía. Los abundantes cursos de agua en el lugar escogido para asentar la población permitieron la instalación de molinos para trigo y maíz, a la manera propia del sur de España. Estos fueron construidos originalmente en lo que eran terrenos semi-rurales, los cuales fueron incorporados gradualmente al casco urbano de la población. De éstos sólo persiste el llamado Molino de Mesopotamia, adaptado actualmente como hotel de turismo. El Museo Paleontológico está situado en lo que fue la casa de una finca situada a mayor distancia de la población, la cual parece haber tenido también un molino en sus terrenos. Ambas construcciones, aunque reformadas y prolongadas con adiciones de variada calidad arquitectónica, son buenos ejemplos de las tradiciones constructivas de la región, y de cómo éstas pasaron, en el siglo XIX, de la Colonia a la República. Las “doctrinas” o puntos de congregación y evangelización de «los naturales” de Sáchica y Monquirá, situadas a una y a media legua, respectivamente de la plaza mayor, pasaron eventualmente a ser corregimientos o dependencias administrativas de la población de mayor tamaño. Sáchica posee una de las iglesias mal llamadas “doctrineras” mejor conservadas en Boyacá, junto con su atrio y cruz atrial originales. Es de notar que la mayoría de las llamadas “capillas doctrineras” datan en su forma final del siglo XVIII, cuando la tarea de evangelización o indoctrinación había terminado hacía más de un siglo y las doctrinas habían pasado hacía mucho tiempo a ser parroquias. El apodo arquitectónico, sin embargo, ha persistido.
También a corta distancia de la población, en las tierras de la orden dominicana surgió la iglesia y convento del Ecce Homo, en la espléndida soledad de un paraje recordatorio de los alrededores de Tabernas en la provincia de Almería (Andalucía). El modesto y evocativo claustro no pasó de tener un solo piso, pero sus elegantes arquerías sobre columnas “toscanas” en piedra de la región, típicamente neogranadinas, dieron pie a las abundantes versiones modernas de las mismas, implantadas sin mucho discernimiento aquí y allá en la construcción doméstica y religiosa neocolonial de la Villa.
Otra “doctrina” que pasó a ser corregimiento dependiente de Villa de Leyva fue el de Chíquiza, situada en un dramático lugar escondido en los cerros que rodean a ésta por el oriente. Chíquiza, aparte de su bella iglesia del siglo XVIII, sólo tuvo, hasta el final del siglo XX, unas pocas casas en torno a una singular plaza ovalada y un cementerio en lo alto de una colina adyacente. En suma, un mini pueblo ejemplar.
Las zonas sur occidentales del valle circundante, y la región adyacente a éste en la misma dirección, son más pobres en agua dulce, lo que explica su pintoresco carácter árido, y en algunos puntos, semi-desértico. Pero habría que extender excesivamente el área de posible influencia o interés de la Villa de Leyva para abarcar puntos cuyo interés y atractivos turísticos son en realidad propios y autónomos, ocurriendo simplemente que la distancia entre ellos y la Villa no es muy grande. Tal sería el caso de la laguna de Iguaque, de gran interés ecológico, el último resto de lo que fuera un enorme mar interior en medio de los Andes, y los pueblos de Ráquira, Sutamarchán y Tinjacá. La celebridad de Ráquira, muy maltratada por el “progreso” contemporáneo, se debe a su industria artesanal de cerámica, creada allí al favor de las excelentes arcillas de la región. En las vecindades de Ráquira se halla una zona conocida como el “desierto” de La Candelaria, donde fueron a dar los padres agustinos en el siglo XVII para levantar una recoleta (iglesia y claustro) para recobrar la soledad y la paz interior. La áspera belleza de su paisaje, el cual fue ciertamente desierto durante el período colonial pero hoy ha dejado de serlo, sigue siendo atrayente en la actualidad, como lo es el convento mismo, construído con la humildad y recursos propios de una casa de hacienda de la región. Pero La Candelaria es un episodio aparte de la Villa de Leyva. Se podría decir que todo ello es el contexto regional dentro del cual se inserta la villa que fundara hace tanto tiempo el Presidente de la Real Audiencia, don Andrés Díaz Venero de Leyva.
Arquitecto Germán Téllez